Catorce años después de Volver (2006), Pedro Almodóvar ha renacido para sus compañeros de la Academia de Cine Español que ayer le premiaron con siete premios Goya para Dolor y Gloria. Flotaba en el aire la incógnita y el miedo a un nuevo rechazo, pero desde que ganó el premio de guion original al comienzo de la gala, ya la noche se despejó hacia un inevitable reconocimiento de esta joya del director manchego: una obra de madurez a través de la cual ha metabolizado los sufrimientos de envejecer y el gozo de recordar.
La potencia artística de Dolor y Gloria es aplastante. En un año muy fecundo del cine español, la película de Almodóvar se impuso de forma natural por su conmovedora sinceridad y el milagroso equilibrio de intimidad y pudor. En una gala, como siempre larga, debido a los tediosos discursos de agradecimientos de la mayoría de los premiados – imperdonable pecado para profesionales del espectáculo– Almodóvar y su equipo fueron recogiendo galardones irrefutables. Antonio Banderas consiguió su cantado (y primer) Goya a mejor protagonista con un gesto desencajado: «Se cumplen hoy tres años del infarto que sufrí. Mi cardiólogo debe estar flipando, tengo el corazón a cien. Pedro, nunca jamás te has traicionado. En nada. He aprendido tanto de ti. Espero que los círculos no se hayan cerrado y sigamos trabajando juntos».
La simbiosis Banderas/Almodóvar ha sido mágica en Dolor y Gloria. Queda claro, además, que trasciende el morbo de lo que parece una confesión. Es mucho más. Es una representación artística del quebranto físico y mental que sufre un cineasta, vaca sagrada, que se retira a su cueva, alejado de las máscaras que los demás le imponen. Ayer reconocía que le había sorprendido la universalidad y la conexión de su película con espectadores de todo el mundo. Los Goya a mejor película, dirección y guion reconocen el portento. Antonio Banderas y Julieta Serrano – madre e hijo en la pantalla- son los ejecutores, y la partitura de Alberto Iglesias y el montaje de Teresa Font completan el mecanismo.
Con el paso del tiempo, Almodóvar se ha ido oscureciendo y ahora llega a su punto más alto de genialidad visual y sobriedad argumental, donde además utiliza a Antonio Banderas como alter ego de sus frustraciones. Un actor que rezuma fragilidad y que ha encajado en el tono anti-épico de su historia, la de un artista que envejece, al que el cine le ha servido como herramienta terapéutica, pero que no le ha salvado de las penurias humanas.
Las ceremonias deben servir al cine utilizando de excusa el entretenimiento. No perdamos de vista lo importante. La 34 edición de los Goya dejó en segundo plano a Mientras Dure la Guerra de Alejandro Amenábar- ya ganadora en la taquilla con más de dos millones de espectadores- y que consiguió cinco premios, entre los que destaca el de Eduard Fernández como mejor actor de reparto por su impagable personaje de Millán Astray. Fría en su ejecución, la película de Amenábar ha acertado de lleno en el momento y el enfoque de la intransigencia política del 36 que palpita en la política de hoy. Su gran valor ha sido conectar masivamente con un público adulto, abierto a la reflexión crítica del pasado y la actualidad.
El caso de Mientras Dure la Guerra es casi milagroso en la industria del cine español que se conforma con financiar comedias facilonas, muchas de ellas, remakes que ni siquiera nos representan. Una vez más, Almodóvar daba en el clavo ayer en los Goya cuando pedía al presidente del gobierno Pedro Sánchez mayor implicación con el sector: «El cine es nuestra memoria y hay que hacer cine. El cine nos representa, tanto el buen cine como el mal cine» Y subrayó: «El cine de autor está en vía de extinción. Y necesita la protección del Estado, porque ese será nuestro futuro. Y los que empiezan ahora lo tienen más difícil».
En esa labor de certera representación ayer también fue premiada La Trinchera Infinita, gran metáfora del miedo enfocado en los topos de la Guerra civil, por la que Belén Cuesta ganó el premio a mejor protagonista en su primer gran personaje dramático. Por tercer año consecutivo, una directora – en este caso Belén Funes con La Hija de un Ladrón- consiguió el premio a mejor dirección novel tras Carla Simón y Arantxa Echevarría. Ahora, el reto es conseguir que estas cineastas consigan desarrollar su carrera en igualdad de condiciones.
Y por último, hay que destacar la presencia en los premios de Lo que arde de Oliver Laxe, poética y desabrida mirada al mundo rural gallego que consiguió el Goya a mejor fotografía y el premio de actriz revelación a la octogenaria Benedicta Sánchez, un galardón sin visos de utilidad para la ganadora pero que reconoce la gran labor del director gallego en la dirección de actores no profesionales.