Tras su fachada tan solemne, con sus aires de primer ministro británico de los de antes, Christopher Nolan sigue siendo un artesano de la magia que vive para crear una fantasía ritual consumida en comunidad. Por fin, se ha estrenado Tenet y en pleno rebrote de la pandemia los cines se llenaron ayer de público, que, con la entrada reservada desde hace días, nos presentamos en el cine y nos entregamos al último truco del maestro. Misión cumplida: Tenet es una soberbia filigrana visual que materializa presente, pasado y futuro en la misma escena. La última hora de película es un impresionante trenzado de secuencias de acción y superposición temporal. Sencillamente monumental y digna de ser vista varias veces.
Con Tenet, parece que Nolan cierra su círculo obsesivo de apresar el tiempo en una jaula que inició con Memento (2000). Sí, lo ha conseguido, y la propuesta argumental y visual es un mecanismo perfecto, pero por el camino se ha dejado el alma y la angustia existencial que brotaba de Guy Pearce en Memento.
Nolan es un cineasta vital para este maltrecho siglo XXI. Es un creyente del cine catedral, pero Tenet no tiene alma. Es hueca y fría, exenta de dolor humano. El único actor con expresión y matices es Robert Pattinson. El resto del reparto vaga desorientado por el mecano del obsesivo director. John David Washington se limita a interpretar a un mazas robótico con tonillo prepotente, Kenneth Branagh se pone la careta de villano ruso y a Elizabeth Debicki le toca cargar con lastimero pesonaje cliché de rubia Hitchcock, elegante y lánguida.
Los intérpretes de Tenet merecían mejor texto y dirección, han sido dejados a su suerte por Nolan, que al deshumanizar a sus protagonistas deja su obra en manos de los carniceros de la autopsia cinematográfica. Curiosamente el cine de Nolan ha creado un ejército de adictos al nuevo pasatiempo que algunos llaman cinefilia, pero se limita a desentrañar los detalles de sus películas y a descuartizarlas como si fuera una lección de anatomía o un puzzle gigante. Ahí yace la gran diferencia con su adorado Kubrick. El director de 2001, Odisea en el espacio o Lolita volaba mucho más alto, se adentraba en la oscuridad del alma humana sin temor a la pausa y a la sencillez. Kubrick era mago, pero sobre todo era poeta.