Frente a Panahi, todo resulta banal. Una vez más, la foto de la silla vacía del director iraní Jafar Pahani volvió a repetirse en un gran festival internacional. El director iraní está en la cárcel desde el pasado mes de julio, cumpliendo una pena por manifestación ilegal y otra de subversión pendiente desde 2010. A pesar de tener prohibido dirigir en Irán, Panahi ha vuelto a sortear los vetos y ha presentado en la Mostra su última película Sin osos. Y como ya pasó en 2020 con Nomadland, el certamen ha dejado para el final una de las aspirantes más sólidas para ganar el León de Oro, en el caso de Panahi sería el segundo, ya que en 2000 lo consiguió con El Círculo.
Sin Osos, protagonizada por el propio director, es la doble historia de Panahi dirigiendo su película, dando instrucciones a través de videollamadas desde su ordenador en un pueblo remoto y fronterizo. Por un lado, una pareja urbana y de mediana edad se desespera por cruzar la frontera rumbo a Europa con pasaportes falsos; y por otro, Panahi, se enfrenta con serenidad y bonhomía a la dificultad de dirigir desde un pueblo perdido cerca de la frontera turca y los recelos de esa comunidad ante su presencia. Lo que más perturba de Panahi es su tono mesurado, con toques burlones, pero machaconamente combativo.
Panahi no pierde la calma, ni la amabilidad para seguir combatiendo por el arte, por su libertad de expresión. Sin hacerse la víctima en ningún momento, su película va avanzando entre las minucias de la vida del pueblo y la inmensa tristeza que desprende este artista encarcelado. Los osos del título se refieren a las ataduras auto-impuestas que se suman a las reales, en el caso iraní, la represión real y la burocracia kafkiana que aprisiona a la ciudadanía.
Sin Osos es un caleidoscopio fascinante e hipnótico que mira de todos los ángulos la falta de libertad y la necesidad de crear. Panahi es una figura incontestable, que desde su milagrosa sencillez lanza agudos cuchillos contra la banalidad y la egolatría que campa por los festivales de cine.