Pablo Larraín, el director de El Conde, todavía no había nacido cuando Augusto Pinochet lideró el golpe de Estado que derrocó al legitimo presidente Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973. Sin embargo, se crió en los salones de los ministros de la dictadura militar: su padre, Hernán Larraín, fue un alto cargo bajo los gobiernos de Pinochet, un abogado y jurista de prestigio que defendió lo indefendible como la secta Colonia Dignidad y a su líder, el predicador pederasta Paul Schäfer. Esta es parte de su biografía -no elegida- que le persigue desde que apareció en los grandes festivales allá por 2008 con largometrajes deslumbrantes como Tony Manero, Post Mortem (2010), No (2012) y El Club (2015). Todas estas películas son historias que denuncian y circulan alrededor de los horrores de la dictadura chilena, pero dialogan con ellos usando un nuevo tono disruptivo y chirriante.
La traca final de estos largometrajes ha llegado hoy a Venecia. El Conde es una esperpéntica parodia en del dictador Pinochet, que se fue impune a la tumba. Es más, el general murió en la cama de un hospital de Santiago de Chile en 2006 sin haber respondido de los crímenes cometidos en sus 17 años de gobierno, desde 1973 a 1990. Larraín convierte en patético vampiro al viejo militar , al que pone a vagar por la eternidad arrastrando con aburrimiento su impunidad. Ese es, la impunidad, el concepto central de esta farsa amarga que retrata sin piedad a la viuda y a los cinco hijos de Pinochet, que acechan al decrépito vampiro que amenaza con morirse definitivamente, sin dejar claro el destino final de los millones robados durante su dictadura.
El Conde es un planeta artístico perturbador, pero muy coherente. Una pesadilla en blanco y negro protagonizada por veteranos Jaime Vadell , Gloria Munchmeyer y Alfredo Castro, genios de la escena y el cine chileno que interpretan al decrépito matrimonio y a su sádico criado como si salieran de las páginas de un comic siniestro. Como siempre, en su personal interpretación de la historia reciente chilena, el director reserva látigo para los miembros de iglesia católica que medraron a la sombra del dictador. Hay una deliciosa osadía en Larraín , que retrata a este villano sanguinario y corrupto con trazos burlescos, en los que se enreda, a veces, en exceso. Larraín divaga y sus personajes flotan en un mundo dolorosamente cruel y absurdo.
Políticamente, El Conde llega mundialmente a las pantallas de Netflix alertando contra las mañas de la extrema derecha y sus soluciones de mano dura. Decía hoy Larraín que El Conde rompe tabúes como la representación de los dictadores, y sin embargo, el director proclama su derecho a retratar y fantasear con el mal absoluto como hicieron Goya y Francis Bacon.