José Luis Garci no engaña. Su cine vive en el pasado y él no tiene ningún interés en salir de ahí. El Crack Cero es un ejercicio de estilo y nostalgia de un cineasta enamorado del cine clásico, de un director con oficio y sobre todo, de un creador enamorado de sí mismo. Lo triste es que este erudito y devoto del universo de Dashiell Hammett haya profanado a su mejor personaje, el inmortal Germán Areta de Alfredo Landa. El resultado es un detective relamido que lanza frases huecas en el Madrid de 1975, idealizado en blanco y negro, en las antípodas de la acritud castiza y derrotada de El Crack (1981) y El Crack 2 (1983).
El Crack Cero, también, es un acto de narcisismo extremo en el que Garci ha arrastrado a todo su equipo. Los actores – en especial, Carlos Santos, Pedro Casablanc y Luisa Gavasa– brindan su gran talento a una causa perdida, repleta de diálogos subrayados con una vocalización excesiva, gestos apolillados y unas pausas que producen risa. Pero también producen irritación, porque El Crack Cero se desarrolla simultáneamente a la muerte de Franco, y Garci refleja ese momento político con un desdén impropio de su cine. Despacha las incógnitas de la Transición con una superioridad rudimentaria a golpe de frases del tipo: «Será un milagro que nos pongamos todos de acuerdo y tiremos todos para adelante» o «En España solo se premia lo malo».
Hay provocación en este largometraje de Garci que reivindica a los perdedores, pero solo de boquilla. Nada queda en esta película de aquellos héroes tristones de Solos en la Madrugada (1978). La España de El Crack Cero es una reliquia envuelta en humo rancio, una fantasía machista para los que quieren creer que las mujeres son novias virginales nacidas para morir pronto, las secretarias son solteronas que juegan al mus y las prostitutas están encantadas de serlo.
Atmosférica, sí, pero repleta de tópicos. Garci se queda a años luz de los grandes cineastas actuales que han revistado el pasado desde el blanco y negro, y nos han contado nuevas historias de tiempos viejos como Pawel Pawlikoski con sus monumentales Ida y Cold War.