Estamos ante un bellísimo thriller cuya materia prima es el bricolaje, esa pasión a la que se entrega -con la mente en blanco- un altísimo porcentaje de varones occidentales del siglo XXI. (Quizá sean los mismos hombres que dejan la sesera con los videojuegos, perdón por la digresión). Después de ver The Killer, tus visitas a las grandes tiendas de bricolaje se convertirán en una pesadilla si te da por pensar que ese desconocido de al lado, que acaba de comprar un taladro o una radial, te puede decapitar en su impecable garaje de su adosado sin que nadie se entere. Este es el viaje que propone David Fincher a través Michael Fassbender, un asesino a sueldo amoral y gélido, que ejecuta sus trabajos con una pulcritud mareante. Y ya.
Los 120 minutos de The Killer están dosificados y fotografiados con fascinante precisión, en los que el pobre Michael Fassbender apenas habla. Solo oímos su voz interior repitiéndo una letanía nihilista, una suerte de decálogo del sicario chic, que nunca falla, que no siente nada, que no se apega a nadie y que hace yoga como un maestro paquistaní.
Su actuación se limita a ejecutar una coreografía milimétrica; hacer movimientos mecánicos con cara de palo. Monta y desmonta armas, entra y sale de hoteles, sube y baja de aviones, dispara y asesina con la frialdad de un empleado de matadero. Esta adaptación del comic del francés de Alexis “Matz” Nolent resulta una brillante e inquietante reflexión sobre el motor desestabilizador de la venganza y las trampas del autoengaño. Todo ello interesante, pero una vez pasados los primeros 30 minutos de un brutal arranque, la película se deja caer por un exquisito barranco visual que acaba en bucle repetitivo (y muchos guiños para la cinefilia).
The Killer es héroe con tics de videojuego. Es un arquetipo que transita por los caminos trillados del lobo solitario anglosajón: un témpano que recorre el mundo asesinando y al que espera una novia (que no dice ni una palabra) en su mansión del Caribe. Puede ser un James Bond que se ha convertido en mercenario, un sicario rubio que conecta con el aislamiento de los incels y la obsesión de los survivalistas por las armas y los dogmas del aislamiento. en efecto, una obra que retrata el alma del hombre blanco del siglo XXI, un tipo silencioso y poco evolucionado.