Xavier Dolan tiene un don natural para filmar la emociones en estado puro. Su cámara es su corazón. El problema de Matthias et Maxime es que su corazón es también su ombligo y resulta irrelevante (e irritante por ruidoso) lo que cuenta en la primera media hora del metraje. Después, la película despega hacia la pasión inesperada de dos amigos de la infancia. El gran cineasta canadiense hace a ratos un cargante retrato de las borracheras de su generación, y concluye con un crescendo sentimental por el que merece subir de nuevo a los altare de Cannes. Así es Dolan, insoportable y genial.
No estamos ante el gran Dolan de Laurence Anyways, sino ante un fresco generacional que desperdicia en una minuciosa recreación de los botellones, y se ventila en un par de trazos las sabrosas puyas a los sermones de las vacas sagradas como Denys Arcard. Una vez más, Dolan enfoca a la Canadá menos exportable con mendigos tirados por las calles heladas y clases sociales falsamente permeables en lo económico y la libertad sexual. También resulta interesante su visión de una sociedad ausente de figuras paternas. Las mujeres mayores aparecen como referente y anticristo a la vez, y le acercan al universo de la autoficción de Almodóvar al que homenajea.
El peligro de el niño prodigio Dolan es que le está costando alejarse de su ego adolescente y corre el riesgo de arruinar sus películas por empeñarse en protagonizarlas. Su calidad interpretativa está muy por debajo a su talento como director. En Matthias y Maxime brilla la contención de Gabriel D´Almeida Freitas, que interpreta al joven abogado, atrapado por las expectativas de éxito laboral y matrimonial más convencional. Posiblemente la película hubiera ganado con un director centrado en dirigir a los demás.
Sin embargo, el coreano Joon-ho Bong (Memories of Murder, Okjia) firma con Parasite una comedia negra, redonda y muy inquietante.
No es nueva la invisibilidad de los trabajadores de servicio. Desde los esclavos a los repartidores de Amazon y los conductores de Uber. Con un mecanismo de enredo perfecto y una puesta en escena palpitante, Joon-ho Bong cuenta las tretas que utiliza una familia pobre de Seul para trabajar como chófer, asistenta y profesores particulares de una familia adinerada. Con un estilo teatral y claustrofóbico, se mezcla la picaresca universal con una brutal crítica al capitalismo sin dulcificar. Es una nueva forma de terror social. El odio ya no es difuso, y esa personalización eriza.
El rencor de los pobres es violento y la ceguera de los ricos, también. Esas dos fuerzas chocan en una narración que va cambiando se tono y se adentra en territorios íntimos, pero no escabrosos. Los pobres huelen mal y no lo saben. Son pequeños detalles que te estremecen, tics sociales de genuino desprecio y humillación, que te arrastran como espectador hasta la reverencia final.