Los alaridos de emoción al final y el silencio reverencial durante la proyeccción de Joker en Venecia sentencian la muerte del superhéroe convencional. Batman es un relamido anuncio de perfume a su lado. Un milagroso Joaquin Phoenix, sin necesidad de máscara alguna durante el 90% de la película, encarna al americano mugriento y tarado que grita solo en las aceras de Nueva York. El director Todd Phillips se atreve a llevar al precipicio anticapitalista a un villano del que nos acabamos enamorando. León de Oro, Oscar, oreja y rabo para Joker.

Joker es un guion Todd Phillips y Scott Silver, que quita la careta al malvado del comic y nos presenta al hombre frágil que hay debajo. Un ser mentalmente inestable que cada semana pasa por la asistente social para recibir la medicación y una dosis de indiferencia. Vive con su madre enferma, trabaja de payaso en un tugurio y admira a Robert de Niro, un showman de la televisión. El planteamiento es la antítesis de lo habitual en el género; la sorpresa y la osadía del desarrollo es mayúscula; el final, apoteósico. Phillips se aleja completamente del cliché y entra en el territorio de la tragedia urbana, con aroma a Taxi Driver y muy cercana a la película En Realidad Nunca Estuviste Aquí de Lynne Ramsay que él mismo protagonizó en 2017.

A un año de las elecciones americanas, Joker saca a luz la mezquindad del sistema americano de salud y pide a gritos la muerte de los ricos. ¿Esto es Hollywood? Acostumbrados a rebuscar coherencia política en los blockbuster, que tanto presumen de defender el bien, Joker se alza como una rareza casi suicida en una industria cuyos mensajes son habitualmente hipócritas y están vacíos. Por otra parte, solo un gigante de la interpretación como Joaquin Phoenix podría realizar esta proeza. Joker da miedo y ternura. Es un asesino accidental que ya lidera una revolución en el cine comercial.